“Ya falta menos” se repetía una y otra vez con una voz
esperanzada y alegre. El paisaje de la
carretera cambiaba sin descanso y los fríos edificios iban dando paso a las
montañas y los verdes campos.
El olor a gasolina del interior del coche, se mezclaba con el
de las flores que entraba por las ventanillas abiertas. Sus pies se movían inquietos,
siguiendo una especie de melodía que solo ella podía escuchar. En su boca, casi podía sentir el sabor del agua
fresca tan diferente a su casa de la ciudad, de los helados de menta y de los
higos recién cogidos.
¡Ya llegaban! Ante ella estaba la curva que anunciaba la cercanía
de la casa, una cuesta más y allí
estaría la verja verde que tanto anhelaba ver.
Cuando el coche se detuvo, saltó casi sin esperar a que nadie la dijera
nada. La abrió para que su padre
aparcara en el jardín y lanzando un beso al aire, salió corriendo
cuesta arriba.
Casi sin resuello llegó a su destino. Al final de la empinada carretera, le
esperaba el comienzo de la montaña en la que tantas veces había merendado. Llevaba todo el invierno soñando con ese
momento y aunque su ropa no era la más adecuada, no le importaba. Cuando llevaba un tramo subido, se sentó en una roca y quitándose los zapatos y
calcetines, dejó que sus pies descalzos sintieran la superficie rugosa. Allí
tumbada, sin chaqueta y hurgando con los dedos de los pies en el musgo de la
roca, se sentía feliz. Como cada inicio
de verano volvía a ser ella misma, libre, alegre y capaz de hacer cualquier cosa.